La Tienda de las Palabras
Por Mª Eugenia
Nadie supo cómo llegó. Amanecimos una de esas mañanas en las que el sol se atreve a decir poco y el viento frío entona una música grave. Allí estaba, adueñándose de la esquina. El rótulo lucía en color ocre, con letras refinadas en bermellón, sin logotipo, simplemente un nombre: La Tienda de las Palabras.
Yo solía pasar por ese cruce para dirigirme al trabajo, así que me sorprendió ver unos cuantos vecinos del barrio inmovilizados delante del escaparate, dubitativos, debatiendo acerca del sentido de la nueva tienda de cuya llegada nadie se había percatado. Me hice un hueco. Palabras expuestas en bloques sobre el suelo, escritas con diferentes colores y tipografías, en tamaños diversos, algunas quedaban suspendidas del techo, girando como si tuvieran ritmo. Harmonía. Serendipity. Idiosincrasia. Valentía. Gentileza. Bienvenidos. Al lado de ellas, un precio que oscilaba entre cincuenta céntimos y dos euros. Intrigado por la curiosidad, pero de forma casi automática, me vi cruzando la puerta, adentrándome en ese otro mundo que hoy, años más tarde, todavía echo de menos.
Olía a azahar. Oteé de forma rápida el espacio, cestas de mimbre agrupaban montones de palabras, otras desfilaban en las estanterías. Las clasificaciones eran varias, sustantivos, pronombres, verbos, adjetivos. Positivas, tristes, incisivas.
Ella estaba allí, acabando de colocar Amor al lado de Riesgo. Llevaba el pelo recogido en una cola alta, solía peinarlo de ese modo durante las jornadas laborales. Alzó la vista de forma elegante, así era ella, distinguida en cada uno de sus movimientos. Unos inteligentes ojos oscuros buscaron los míos. Sonrió. “Hola, ¿qué tal?”. Le devolví la sonrisa, pero pasaron unos segundos hasta que fui capaz de contestar, tal vez fruto de mi timidez, tal vez fruto de prever que ese momento iba a tener un significado. Dije por fin otro Hola, y ella supo, como siempre luego, ponérmelo fácil. “¿Te gusta? ¿Qué te parece?”. Le contesté que no entendía muy bien de qué se trataba. “¿Vendes palabras?”. Asintió con la cabeza, esbozando de nuevo una sonrisa. “Curioso, ¿verdad?”. “Pues la verdad es que sí. ¿Y para qué?”. “¿Necesitamos siempre una razón para hacer algo?”. Volví a quedarme callado, me acerqué hasta una de las cajas que ponía saldo. Allí aparecían Crisis, Paro, Desahucios, Guerra. “No sé, tal vez no…”
Los vecinos seguían agrupados delante del escaparate, esperando poderme preguntar. Fueron más de treinta minutos los que estuve dentro ese primer día. Se llamaba Jimena, y me contó que se había instalado en una de las casas cerca del río. Poco más. Hoy todavía no sé de dónde era, ni qué había hecho antes. Quedamos en que volvería a pasarme pronto y le deseé suerte. “Antes de irme quiero inaugurar la tienda, así que me voy a llevar una, ¿te parece?”. “Será un honor”. Escogí Sueño, a un euro. “Bonita palabra, te conducirá a otras.” Me la envolvió en papel gris, que recogió con un lazo bermellón. Dijo un gracias dulce, un gracias que oigo aún de vez en cuando. Bajó la cabeza y volvió a concentrarse.